El océano indómito a un lado, naturaleza salvaje al otro. Dos carriles separan el mundo terrestre del marino y recorren la costa australiana entre vertiginosos acantilados, canguros y surfistas.
¿Le apetecería visitar La cerda y los lechones? El nombre no resulta muy sugerente. Eso pensó el gobierno australiano en la década de los 50, y por eso decidió cambiarle el nombre a Los Doce Apóstoles. Con este marketiniano truco de magia convirtió una formación rocosa en uno de los principales atractivos de la costa sureste del país. Muy cerca de la localidad de Port Campbell, emergen del océano Antártico ocho enormes y majestuosas torres de piedra caliza que alcanzan hasta 45 metros de altura. Eran nueve —una se derrumbó en 2005—, pero el nombre requería poesía.

Son la principal atracción de la Great Ocean Road, una ruta que serpentea por la línea de la costa y reúne en 240 kilómetros los principales tópicos australianos. Olas salvajes y surfistas cabalgándolas, parques naturales poblados por koalas y canguros, viñedos y pueblecitos pesqueros. La carretera nace a unos 100 kilómetros de Melbourne, en Torquay, hogar de marcas como Rip Curl o Quiksilver y donde el surf se hace religión. A pocos minutos se encuentra Bells Beach, un santuario para los devotos de las tablas, con olas que pueden alcanzar hasta cinco metros de altura.
A lo largo del recorrido otras playas, como las de Fairhaven y Eastern View, brindan la posibilidad de conquistar el mar.

La velocidad de erosión en la base de Los Doce Apóstoles es de aproximadamente 2 centímetros por año.
El viento, que azota la costa sin piedad, ha sido culpable de numerosos naufragios. Se han descubierto 240 pecios, aunque fueron más de 600 los barcos que se hundieron tratando de alcanzar este abrupto litoral, cuajado de acantilados. De ahí que los 130 kilómetros que separan Princetown de Peterborough sean conocidos como la costa de los naufragios.
Ese mismo viento ha sido también su principal benefactor. Provoca las enormes olas que atraen a los surfistas y es el responsable de esculpir las solemnes agujas de roca en el mar, los famosos Doce Apóstoles, que hace 20 millones de años se encontraban unidos a los acantilados. La foto perfecta se presenta al atardecer, con el juego de luces, o desde las alturas, sobrevolando la zona en helicóptero.

La memoria del asfalto
La carretera fue construida entre 1919 y 1932 por los 3.000 soldados que volvieron a su país después de la Primera Guerra Mundial. Las únicas herramientas con que contaban eran picos, palas y carros. La ruta se dedicó a aquellos que cayeron luchando en la contienda, lo que la convierte en el monumento a los caídos más largo del mundo.
Conducir por la Great Ocean Road, con las melodías folk del surfista Jack Johnson como banda sonora, invita a abandonarse y sumergirse en el paisaje. Pero no hay que olvidar que en cualquier momento pueden cruzarse otros dos tópicos australianos con engañoso aspecto de peluche inofensivo: el canguro y el koala. No worries, mate. “No hay problema, amigo”, diría un aussie (australiano); las señales de tráfico lo recuerdan cada pocos kilómetros.

Las horas más comunes para ver koalas y canguros fuera de sus guaridas son el amanecer y el atardecer.
Mientras que el mar baña uno de los lados de la calzada, conocida técnicamente como B-110, su otra orilla está flanqueada por parques nacionales. En el de Great Otway las enormes cascadas esconden cuevas repletas de luciérnagas. Sus pasarelas sobre el bosque de eucaliptos, suspendidas a 30 metros sobre el suelo, son las más altas del mundo. A pesar del intenso aroma de estos árboles, el olor a salitre no desaparece.

A pesar de su tierno aspecto, los koalas pueden ser muy agresivos.
Técnicamente, la Great Ocean Road finaliza en Allansford, pero muchos alargan esta ruta escénica unos kilómetros más. Merece la pena avanzar hasta Warrnambool, a cuya playa de Logan Beach acuden las ballenas francas australes para parir sus crías entre mayo y octubre; o hasta el Cabo Bridgewater, desde donde se puede saludar a los cientos de osos marinos que descansan en la playa.
“Hijos de Australia alegrémonos, porque somos jóvenes y libres (…) nuestro hogar está ceñido por el mar; nuestra tierra abunda en los dones de la naturaleza”. La poética letra del himno australiano bien podría referirse a la Great Ocean Road. Mucho mejor que aquella cerda y sus lechones, no le hacían justicia.